UNA HISTORIA DE RANAS

 

Había una vez, en un estanque de tamaño mediano, una ranita muy guapa que se llamaba Anita Bonita.  Ella tenía piel suave de color café claro, con lunares amarillos brillantes; sus ojos de verde oscuro fueron grandes y lindos, con pestañas largas y rizadas.  En sus patitas, tenía los dedos delicados y palmeados.  Y con toda su alma, la vida entera, la ranita había querido sólo una cosa, una gran cosa que todos le habían dicho que era imposible.

 

La ranita quería tocar la guitarra.  Sí, yo sé perfectamente lo que piensas -- ¿una ranita, tocando la guitarra?  Pero ella nunca pensaba en ninguna otra cosa más que la música que echó la guitarra.  De la sala del castillo grande cerca del estanque, ella había oído la música y le afectó a la ranita mucho.

 

Un día, cuando su amigo el puerco tomaba agua en el estanque, la ranita le convenció a acompañarla al castillo. Saltaba mientras el puerco caminaba, hasta que llegaron al pórtico de una gran sala.  Ellos se sentaron allá, afuera de la sala, donde ella pudo escuchar el sonido tan bello de la guitarra.  Por la ventana abierta, ella vio que para tocarla, el músico usó todos los dedos de las manos, corriendo de un lado al otro del diapasón con una  mientras pulsaba las cuerdas con la otra para crear los sonidos.  Y ella estaba más encantada que antes, y se prometió a sí misma que iba a aprender a tocar la guitarra.

 

— ¡Ojalá que tuviera dedos largos y ágiles! — lamentó a su amigo el puerco.    — Nunca podré tocar la guitarra con dedos tan cortos como los míos.  Y entonces,  ella puso a llorar.

 

— No te preocupes, amiga mía — le respondió el cerdo, secando las lágrimas de la rana con su hocico.  — Según mi mamá, se puede hacer cualquier cosa que quieras, si trabajas para conseguirla.  A ver, mañana será mejor que hoy.  Y te conozco bien.  Piensa, y encontrarás una forma para hacerlo.

 

Esa noche, se acostó la ranita, pensando en lo que había dicho el cerdo y en sus patitas tan pequeñas y palmeadas, queriendo  cambiarlas.  Dormía sobre una hoja de un nenúfar, soñando en tener dedos más largos y tocar música angélica de la guitarra.

 

Vino la mañana.  La ranita se levantó, se lavó en el estanque y se desayunó.  Mientras tanto, estaba formando un plan.  Ella decidió en regresar al castillo para pedir lecciones en tocar la guitarra del músico.  A cambio de estas, la ranita le ofrecería al músico lecciones en como saltar muy alto.  Fue la única cosa que ella podía enseñar a alguien.

 

— Hola, amigo cerdo — le dijo al puerco.  — Muy buenos días.  ¿Quisieras ir conmigo al castillo esta mañana tan hermosa?  Voy a pedir lecciones en tocar la guitarra.

 

— Lo siento, Anita Bonita — contestó el cerdo. — No puedo; tengo que lavarme en lodo y cazar los champiñones con el cocinero del castillo.  Tienes que ir sola.

 

— Pues, bien.  Te veo más tarde.  ¡Hasta luego!

 

Entonces, la rana saltó, saltó, saltó hacia el castillo.  Saltó, saltó, hasta que llegó al pórtico de la sala gigante.  La ventana estaba abierta, y dentro, el músico tocaba la guitarra.  La rana dio un enorme salto por la ventana y aterrizó en el piso.

 

Saltó, saltó, saltó — y llegó a una silla, donde estaba sentado el músico.

 

— Perdóneme, Señor Músico. Buenos días, — dijo la rana, haciendo una reverencia.

 

El músico, sorprendido, dejó de tocar su instrumento y miró a la rana.  — ¿Quién eres?  ¿Y qué haces aquí?  Todos saben que las ranas deben estar en los estanques y arroyos.

 

— Me llamo Anita — contestó la ranita. — Y sí, vivo en el estanque afuera del castillo en la pradera allá. —  Le hizo al músico otra reverencia.

 

Divertido,  el músico sonrió.   — Me llamo Raymundo.  Eres bonita, Anita Ranita, y me demuestras buenos modales.  Pero no necesitas hacerme reverencias.  No soy persona real, sino bufón y músico aquí. — reveló.  — Pero, dime.  ¿Por qué me visitas aquí?

 

Ay,  Señor — confesó la ranita, avergonzada.  — Pensé que era príncipe porque lleva una corona.  Estoy aquí porque estoy encantada con la música de su guitarra, y quiero aprender a tocarla.

 

El músico se rió en voz alta. — ¿Corona?  No, Anita Ranita, no es corona — y le dio una sonrisa.  — Es sólo el sombrero de un tonto que llevo.  Ves, trabajo aquí como bufón.  Pero he decidido que me gustas.  Eres  valiente.  Lo sé, porque has venido aquí por ti misma y has pedido una gran cosa.  Por eso, voy a enseñarte a tocar la guitarra.

 

La ranita casi bailó en su alegría.  — ¡Gracias, gracias!  En cambio, ¿qué puedo hacer para usted?  — preguntó.  — Puedo enseñarle a hacer saltos muy altos, si quiere.

 

— No necesitas enseñarme a saltar Anita, porque ya lo sé.  Las lecciones en tocar el instrumento serán un regalo para ti.  Y en cambio, seríamos amigos. ¿Cuándo te gustaría comenzar?

 

Y los nuevos amigos se acordaron en empezar las lecciones ese mismo día.  Era una dificultad, sin embargo.  La rana no podía poner los dedos palmeados alrededor del diapasón porque era demasiado grande para ella.

 

No será un problema, mi amiga —  observó el músico.  — Tengo, en un baúl, una guitarra más pequeña.   La buscaré, y te le daré mañana.  Ven acá a las dos de la tarde, y continuaremos la lección.

 

— Gracias — dijo la ranita.  Y, saltando al hombro del hombre, le dio un beso en la mejilla.

 

En ese momento, le pareció que todo el mundo cambió.  El sombrero de tonto cayó al suelo, y se convirtió en una corona de oro y gemas; la ropa del músico de repente fue tan grande que el hombre no podía llevarla.  Pero la modificación más enorme ocurrió en el músico, cuyo cambio en rana roja fue instantáneo.   Y la corona de oro, por sí sola, llegó a descansar en la cabeza de la rana nueva, porque Raymundo era el rey de las ranas.

 

La ranita Anita, por supuesto, estuvo pasmada.  Hizo una reverencia a Raymundo, y se quedó a sus rodillas.

 

— Anita, gracias, gracias.  Te agradezco de mi alma — murmuró la rana roja, levantando la ranita de sus rodillas.

 

¿Pero, que sucedió?  — preguntó la ranita.  — ¿Quién es usted?  ¿Y dónde está el músico?

 

— Soy él — contestó la rana roja.  — Pero primero, soy rana; es mi forma natural.  ¿Sabes que has roto el hechizo de una bruja,  y me has dado la libertad?  No es posible que pueda yo pagarte por este favor tan increíble.

 

— No necesita pagarme nada — dijo Anita,  comenzando a llorar, las lágrimas corrían de sus ojitos y brillaban en sus pestañas largas.

 

— ¿Por qué lloras? — preguntó Raymundo.

 

— Ahora es rana, como yo — se quejó Anita.

 

— Sí, y lo celebro — comentó Raymundo, contento.

 

— Pues sí, y yo también — respondió Anita.  — Pero ahora, no puede enseñarme a tocar la guitarra. —  Y sollozó, su cuerpo temblando.

 

— No llores, no llores — rogó la rana roja, señalando con su dedo a algo en el piso.  — Mira la guitarra mía.

 

Anita miró la guitarra, la que se había convertido en un instrumento pequeño.  — ¡Podrá enseñarme¡ —  exclamó con una sonrisa brillante.

 

Y él le enseñó, fácilmente, porque ella era talentosa.  Ellos se enamoraron, y se casaron.  Fueron rey y reina de las ranas.  Y desde entonces, si visitas al estanque cerca del  castillo en la noche y escuchas atentamente con el corazón, puedes oír la música bellísima de una pequeña guitarra, una canción romántica de dos ranas enamoradas.

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